COLUMNA/ Desde Huatusco – Escritor de Novelas
3 minutos de lectura
ROBERTO GARCÍA JUSTO
ESCRITOR DE NOVELAS
Tal vez el recuerdo tiene inmersa la esencia de un pasado que se trunca en la distancia que le dieron vida a un caudal narrativo que se transformó en parte de la historia de la literatura mexicana. A los 15 años JORGE LOPEZ PAEZ era todavía un pequeño que pasaba por el difícil proceso que lo transformaría en un joven de reconocida figura. Eligió el camino de la educación y como recompensa al abandonar Huatusco, la Ciudad de México le proporcionó los elementos indispensables para realizar sus estudios de secundaria, preparatoria y profesional.
La facultad de filosofía y letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, abierta para la superación del hombre, ya le tenía reservada una matrícula que lo elevaron por una plataforma de inigualables dimensiones, para que, bajo la tutela del Doctor Gonzalo Aguirre Beltrán se nutriera de los conocimientos que logro adquirir con la responsabilidad de ser su secretario particular. Puesto que ocupó en la Secretaría de Educación Pública, un pedestal donde se templa la visión y se mide el éxito de un novelista.
Para comprender el contenido de su producción, solo publicamos algunos párrafos de “El Solitario Atlántico”, con el fin conocer el viejo Huatusco: “Miré la Alameda, los inmensos nogales y los álamos plateados a su alrededor. En el centro se veían los viejos truenos, verdes y enlamados, y junto al kiosco unos caballos viejos y flacos atados con largas reatas. Las bancas derruidas, el kiosco despintado. Pensé en los combates durante la revolución.
Como decían en mi casa, todo estaba acabándose, todo era una ruina, y hasta los árboles se veían llenos de lianas siniestras, verdes y obscuras. La alameda era un camposanto de algo pasado, que como planta que se pudre se deshacía, se caía. Racimos de moscos pululaban. Los caballos impacientes pegaban en el duro suelo, azotaban las colas y movían lo pescuezos. Mi padre y Estela, diez metros delante de mí, hablaban, Rodolfo apartado, con la pierna derecha encima de la cabeza de la silla arreglaba su espuela.
Saqué los pies de los estribos, dejé caer las piernas, absorto ante esas ruinas, que como plaga se extenderían sobre todos nosotros, sobre nuestras casas, sobre nuestros ranchos, en círculos cada vez más grandes, y más grandes, hasta el mar.” En esta batahola de sucesos interesantes, también se aprecia su visión de las fincas que en aquella época crecían por todas partes: “Miré hacia la calzada bordeada de cafetos que se perdían en la tierra barrialosa, ensombrecida de tanto verde.
Le enterré las espuelas a mi caballo y corrí entusiasmado, solamente oía los cascos resonar firmes y seguros. Cuando principió el naranjal me detuve, el palio de los chalahuites se terminaban, para dejar ver el cielo azul… Los perros flacos de los rancheros, ladrando salieron a nuestro paso. Diez, doce perros. Los naranjos se abrieron. En medio de una plazuela estaba el rancho: una casa de dos pisos, un asoleadero, dos tanques para fermentar el café. Lo limitaban arbustos de azáleas y matas muy verdes de agapandos.
Junto a la casa de los rancheros había varas de San José y margaritas. Las gallinas blancas huían despavoridas ante los inquietos movimientos de los perros, que nos seguían, ya callados. De las casas salían las mujeres y los niños”. Con este ritmo y en el mismo tono, se desarrolla un gran relato que combina la imaginación del autor con la realidad del campo que nos rodea por la zona cafetalera.
Es recomendable volver al principio de este espacio para precisar el objetivo que tenemos en mente. Como un reconocimiento a tan distinguido escritor que vivió a su manera cada una de sus aportaciones. No queda más que entender que la libertad nos da la oportunidad de saldar deudas con nosotros mismos y con los que se interesan por conocer otros horizontes. Una vez más llegue nuestra gratitud a este “Voltaire de la guayabera” como alguna vez le dijeron.