COLUMNA/ Desde Huatusco – Fiesta en el templo
3 minutos de lecturaROBERTO GARCÍA JUSTO
FIESTA EN EL TEMPLO
En víspera de las celebraciones religiosas, en los instantes en que la tarde comenzaba a envolver con sus sombras, el atrio de la iglesia se llenaba de católicos que venían acompañados de la familia, la población del entorno aumentaba como por magia. Mientras que, en el interior del templo, el Cura por su Majestad y sus tenientes se entregaban a la solemnidad de los maitines. En la puerta principal de la iglesia se instalaba la música orquestal de Cuauhtochco.
ROBERTO GARCÍA JUSTO
Prevaleciendo en ella el sagrado Teponaxtle, instrumento que acaso era el único objeto del antiguo culto que el celo místico del misionero no había destruido. El Teponaxtle Cuauhtochca de vara y media de extensión, se guardaba cuidadosamente en la capilla de Santa Cecilia. Solo en las grandes ocasiones la sacaban de su encierro y su melancólico tum–tum llenaban la lóbrega obscuridad de una noche de danza o el alboroto conmovido de un día de actividades místicas.
Cerca del Teponaxtle, a su alrededor se colocaban los ancianos venerados y los funcionarios de República, iban los indios vestidos con esos trajes de chillantes colores que son tan de su agrado. Profusamente adornados con cuentas de abala-torio y papel de china, sobre la cabeza el sombrero de palma tapizado de espejos y plumajes. Pero de la indumentaria toda, nada tan peculiar como la máscara. Era el resumen de la estética de los naturales.
Negra y rojo el color, la frente completamente achicada y arrugada, la nariz inmensa y retorcida, los pómulos salientes, la mejilla hundida, la boca grande de labios gruesos, dejando ver la doble hilera de los más feroces dientes, dos pequeños agujeros en el sitio de los ojos, a la vez ventana y respiradero. La máscara toda de madera dura y pesada, era en sí sola un tormento que infundía pavor.
En las fiestas más solemnes había tres o cuatro músicas, pero siempre un solo Teponaxtle, cada barrio traía entonces su danza; todas se unían en la noche interminable y el son monótono y triste se repetía siempre igual y siempre invariable. Parco el indio en la barroca modulación del canto, acompañaba su monorrítmico son con versículos hablados, los mismos que hacía doscientos años había compuesto el misionero en un afán inútil de borrar el ardiente politeísmo que trascendía a la danza milenaria.
Se recitaba el verso entre dientes, como un rumor, por un grupo de danzantes, y contestaba otro grupo en igual forma y los dos murmullos ininteligibles eran el acompañamiento de la música, del sonido tristísimo del sagrado Teponaxtle, y del ruido seco y repetido que producía en uniforme la danza al filo de la media noche para asombrar los ojos con fuegos de prodigio y pasados estos, reanudaban incansablemente hasta el amanecer.
Es lo más relevante que pudimos rescatar de la Enciclopedia Municipal Veracruzana, aunque esto sucedió en el año de 1790, o sea hace ya más de dos siglos, el tiempo se ha encargado de ir borrando paulatinamente una tradición que identificaba a los regionales con su medio y la naturaleza. Solo nos quedan las ruinas de una civilidad que lleva en su interior los estragos de un sinnúmero de hechos históricos que ya iremos rescatando.